ESTA RAÍZ SIN TIERRA

«María Clara Ospina teje un canasto de memorias, mientras se inunda de tristeza al ver los mares asfixiados por petróleo y plástico»…

María Clara Ospina Hernández, es conocida no solo por ser la hija menor del presidente Mariano Ospina Pérez y de doña Berta Hernández de Ospina, sino por su obra como poeta, novelista, columnista y ensayista. Esta semana, ha recibido de manos de las directivas de la Academia Nacional de Historia del Ecuador, la máxima distinción corporativa como miembro honorario extranjero, poniendo así de relieve, además, su labor como diplomática y periodista, con más de 1300 columnas publicadas en diferentes medios de comunicación, como El Nuevo Siglo, El Nuevo Herald de Miami, el Diario del Huila, La Linterna Azul, La Libertad Digital, Democracia Representativa, La República y, El Colombiano.

Como integrante de La Academia de Historia de Bogotá y de la Sociedad Bolivariana de Colombia, así como con el diploma al mérito del Bicentenario del nacimiento de Antonio Nariño de la Academia Patriótica Nacional del mismo nombre, su labor como poeta ha sido recogida en diferentes antologías como El vuelo del cóndor, traducido al mandarín; Poesía colombiana del siglo XX escrita por mujeres; Ellas cantan, La vida es bella, Resistir y Esta raíz sin tierra, su más reciente obra, publicada en la colección Pigmalión poesía de España, con prólogo del escritor Carlos Vázquez Zawuadzki.

Los poemas de María Clara Ospina, que superaron las épocas en las cuales en tiempos del colegio luchaba con la mala ortografía, mientras se comía la libra de uvas que el presidente Ospina le llevaba en el recreo, son memorables, ya que recogen los sencillos componentes de la vida del amor, del paisaje y del misterio, en un acto creativo, que es más una reparación espiritual, gracias a su lectura.

El prologuista Vásquez, señala acerca de los poemas de Ospina, una musicalidad rítmica con imágenes memorables, pero, podemos también decir, que son obras que surgen desde la nostalgia, desde la angustia del mundo muriendo durante los años de la pandemia, desde los momentos en los cuales, la tinta sangraba a través de los viajes de la poeta, en las geografías y con la odiosa respuesta a la pregunta ¿quién apagará la luz que se aferra a la estrella?

Son 84 poemas dedicados a todos los que sobrevivieron a la tormenta, frente a la cual, somos esqueletos de versos muertos en la noche, o somos el hambre de futuro que hoy nos ronda del borroso azul de las horas tardías, cuando escuchamos una voz que nos habla desde la nostalgia, en una tristeza que nos amenaza y que nos lleva a todos a llorar juntos, no obstante ver en el horizonte volar al águila y a la lechuza, que solucionan enigmas y retan siniestras pesadillas, en contraposición a las garzas sigilosas y tímidas, que en cada palmo de su paso se descosen y jalan nuestros ojos y hacen vibrar nuestros oídos con la algarabía de su danza lujuriosa.

María Clara Ospina teje un canasto de memorias, mientras se inunda de tristeza al ver los mares asfixiados por petróleo y plástico, y por esa asfixiante vida, que culmina entre sombras y luces de baúles germinados, sin prisa y sin las manías del afán, gastando el tiempo en besos que endulzan el silencio y hacen vibrar los recuerdos y la acompañan en sus horas y, que a veces, son como flechas envenenadas, como cruces y alacranes, que le recuerdan las historias del maestro Valencia cuando esos lánguidos camellos, de elásticas services, a grandes pasos miden un arenal de Nubia.

Pero todo no se queda allí, y en los poemas está ese niño oculto, que a lo lejos cotorrea, mientras recorre el desierto Wadi Run de Jordania, o escucha el golpeteo del granizo contra su ventana, con la voz apagada, la mano temblorosa, los pasos indecisos, la tristeza nada trivial que es cosa común, en la mente anciana, aunque, el baile no termina aún, porque todavía quedan pecados capitales que se esconden tras perdones y evasivas y versos invisibles, que inmortalizan pasiones malogradas, como chispazos de luz, nacidos en los pliegues de una espiga de trigo, durmiendo entrelazados en un eterno pulso de placeres.

Ahora, el mundo va muriendo… aquí ya aparecen supuestos animales extintos, que curiosamente se asoman en los jardines, porque nadie los acosa, mientras cuchillos sin filo tasajeaban las cebollas que desgranaban nuestras lágrimas, sin saber si habría un mañana en los Andes, en los Alpes, en los sagrados Himalayas, o en cualquier lugar, donde la humanidad adolorida se enreda con un alambre asfixiante, espalda contra espalda, en un mareo que sobrecoge ante las tapias cerradas y los zapatos que no se gastan, mientras ella continúa con su lectura, en el pequeño cuarto, detrás de la escalera.

La Voz de María Clara Ospina es, como una plegaria que escribe, que desea, que destila sílabas infinitas hacia la misericordia del pensamiento divino, pero, que analiza la aridez de la hora que no pasa y que grita en un primer respiro, porque reconoce la muerte, único puerto seguro, temido y deseado, que genera la tristeza que no pasa, la tristeza que se impone y la tristeza que nos hace dudar de la reconstrucción ante el engaño, debido al virus, traidor e indetenible, que solo deja la alegría por haber sobrevivido, luego de una pasión tormentosa, que trae alivio luego de haber vivido la muerte gota a gota, en pozos de agua recién llovida, o entre abetos centenarios del Norte y araucarias australes del Sur, o entre páramos, sabanas, ríos ariscos o cafetales, donde ella, entre cinco hermanos, gritaba Mariano y Berta… Berta y Mariano, en medio de la febril pandemia.

Y, es que sangra la tinta en los versos de María Clara Ospina y esta tiñe el altar de la página blanca y grita asi contra el secuestro, los abortos y todas las bajezas y vejámenes que no podemos olvidar, !jamás de los jamases!, porque los gritos y las lágrimas continúan zumbando, como recuerdo de los inocentes muertos, ultrajados por las garras del águila corrupta en diferentes geografías, en donde nuestras naves se deslizan entre perros mugrientos, que esperan nuestras obras y, ante paisajes de desidia y de belleza humillada, patrimonio de la madre Sierra, o de la ciénaga, o del Cabo de la Vela, todas ellas, partes de la guacamaya americana, hechicera de la cúspide y de los vientos, que nada tiene que envidiar a la Medina de Fez, o al huracán de papeles, que la llevan a recorrer en sus viajes distintas latitudes, hasta llegar a la majestuosa capital de la santa sabiduría, Estambul, en dónde, tomada de la mano de Eugenia y Rosa Emilia, recorre caminos bizantinos o rústicos, como los de la vereda El Ochuval, mientras se pregunta ¿quién apagará la luz que se aferra a la estrella? porque, en su libro, sigue habiendo sombras extraviadas, hijos desconocidos, víctimas inocentes, que en su futuro, no tienen más certeza que la muerte y, que no tienen memoria, corazón, ni núcleo, y que no son más, que la sed que consume la nieve, el volcán, el nevado y la lava, y que no le dejan más que el dolor de saberse anciana, heroína o villana, ignorante o sabia, señora o pordiosera, que se acoge al carisma irresistible de ese ladrón llamado tiempo, encerrado en una celda con secretos afables y, con canastos repletos de risas, para compensar la memoria del hijo que ya no está…, de Luis y de su gato, que se dejó morir, porque ya nadie en su casa reía a carcajadas, porque en su casa sin padres, sin abuelos, sin hermanos, sin fantasmas inventados o amigos imaginarios, sin dulce de guayaba calado a fuego lento, sin pan aliñado y sin almojábanas recién horneadas, no hay más que promesas que recorren hechizadas los campos de cerezas, frente a los ojos del jardinero, fecundo sembrador de fuegos.